“Refugiarte”, una exposición multiartística-recital a la que me invitaron este fin de semana, guardaba un tesoro -pequeñas obras de valor incalculable- y mucho corazón. El objetivo era sinónimo de utopía: abrir las puertas del mundo y abrazar a migrantes y refugiados. La utopía sigue ahí, pero el horizonte parece más cercano. Tal vez sólo sea un espejismo de fin de año, pero me apetece pensar que sí, que con voluntad y trabajo se pueden salvar quimeras.
Copio el relato que presenté sobre aquella tarima flotante de palés luminiscentes:
Alambres de agua
El Mediterráneo es un cementerio. Un cementerio y un muro. Nuestro muro de la vergüenza. Espejo de agua y alambre al que tú tampoco te asomarás. Tú que te miras, igual que yo, en la retina de lo virtual y usas el mar como piscina y vertedero. Tú que nunca pisarás un yate ni un cayuco y que en tu infancia soñaste con piratas y carabelas, permaneces ajeno. La cifra es de ciencia ficción: “Podemos confirmar que al menos tres mil ochocientas personas han desaparecido o muerto en el Mediterráneo este año” declaró el portavoz de Acnur el mes pasado. Un cementerio. Un pozo bien hondo de agua salada y putrefacta. Tal vez nuestros hijos nunca encuentren huesos humanos varados en las playas de la costa levantina. Tal vez nuestros nietos continúen alzando castillos de arena e imaginando dragones que surcan océanos. Quién sabe. El agua del mar destiñe la sangre. Y las gafas de sol disimulan veladuras. No seré yo, impopular y populista, quien remueva tu consciencia. No seré yo, tan culpable como tú, quien te arroje a los tiburones. No tengo altura moral para erigirme samaritano. No, miserable, no. No se trata de eso. La lección es otra pero no sé si la aprenderemos. En cualquier caso, no soy el primero ni seré el último en admitir y denunciar que el Mediterráneo no puede seguir siendo un alambre de agua para migrantes, una fosa común.